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Cuando el falso progresismo nos arrebata el futuro

No hace falta ser padre para darse cuenta de que algo va terriblemente mal en nuestra sociedad. Las cifras de natalidad se desploman, y lo que antes se consideraba el motor de la civilización —la familia, los hijos, el futuro— hoy se ha convertido en un tema casi tabú. Nos encontramos en un punto donde el discurso progre y la dictadura de lo políticamente correcto han socavado nuestras bases sociales hasta un punto de no retorno. Y lo peor de todo es que la mayoría parece no darse cuenta o, lo que es peor, simplemente no le importa.

Vivimos en una época donde el gobierno y las élites globalistas, embriagados por la agenda 2030, se llenan la boca hablando de sostenibilidad, inclusión y progreso. Pero ¿Qué tipo de progreso es este, si estamos sacrificando nuestro futuro? En lugar de incentivar la natalidad, de proteger y fomentar la familia, se han dedicado a crear una sociedad infantilizada, dependiente de un Estado que promete solucionarlo todo, pero que en realidad está destruyendo cualquier atisbo de responsabilidad personal y colectiva.

La baja natalidad no es solo un problema de números, no se trata únicamente de que cada vez haya menos niños corriendo por nuestras calles. Es un síntoma de algo mucho más profundo: una sociedad que ha perdido la fe en el futuro. Y es que, cuando ya no hay esperanza en el porvenir, cuando todo parece roto y sin solución, ¿Quién se va a atrever a traer un hijo al mundo? Los falsos progresistas han conseguido que nos convirtamos en una civilización que vive al día, que no planifica, que no se preocupa por lo que vendrá. Nos venden una visión de futuro, pero es un futuro vacío, sin niños, sin esperanza, sin nada.

En este contexto, no es casualidad que nuestras empresas hayan dejado de innovar y se hayan vuelto cómodas en su propia decadencia. Cuando el espíritu emprendedor es sustituido por una cultura de la dependencia, donde se premia más la mediocridad que el esfuerzo, no es de extrañar que la calidad de nuestros productos y servicios caiga en picado. Los gigantes corporativos se han acostumbrado a ofrecer cada vez menos por más dinero, y lo peor es que nos hemos resignado a ello. ¿Por qué esforzarse en mejorar si no hay futuro que construir? ¿Por qué pensar en la próxima generación si, a este ritmo, no habrá ninguna?

Los medios de comunicación, lejos de ser un pilar fundamental de la democracia, se han convertido en la correa de transmisión del poder. Nos inundan con propaganda, ocultando la realidad y perpetuando un sistema que solo beneficia a unos pocos. Nos distraen con trivialidades, con tecnología que nos absorbe y nos aleja cada vez más de la realidad. Estamos siendo manipulados, y lo más grave es que ni siquiera lo notamos. Las redes sociales nos han atrapado en una burbuja de dopamina, haciendo que sea casi imposible prestar atención a lo que realmente importa.

Este panorama sombrío, esta sensación de que todo está roto, se ve exacerbada por la falta de niños. Sin una generación futura a la que enseñar, a la que guiar, a la que preparar para lo que vendrá, todo pierde sentido. ¿Para qué esforzarse en mejorar si no habrá nadie que recoja el testigo? La agenda 2030 y sus promesas vacías de un futuro utópico han desincentivado la esencia misma de la humanidad: la necesidad de trascender, de dejar un legado, de dar vida.

Lo que necesitamos, más que nunca, es recuperar la esperanza en el futuro. Y eso pasa, necesariamente, por recuperar la natalidad, por volver a valorar lo que realmente importa: la familia, los hijos, el esfuerzo, la responsabilidad. Necesitamos líderes que no solo piensen en los votos de mañana, sino en las generaciones de pasado mañana. Necesitamos empresarios que arriesguen, que innoven, que busquen mejorar no solo sus márgenes de beneficio, sino la calidad de lo que ofrecen. Y, sobre todo, necesitamos despertar de este letargo en el que nos han sumido las políticas del falso progresismo, donde todo parece estar bien mientras el barco se hunde.

El futuro no está garantizado, y menos aún si seguimos por este camino. La crisis de la natalidad no es solo un problema demográfico, es el reflejo de una sociedad que ha perdido su rumbo, que ya no cree en sí misma ni en lo que puede llegar a ser. Es hora de recuperar ese espíritu, de volver a creer que podemos dejar un mundo mejor para nuestros hijos, y de actuar en consecuencia. Porque sin niños, sin futuro, lo único que nos espera es la desaparición, literalmente. Y eso, queridos lectores, es algo que no podemos permitir.

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