Parece que en España hemos llegado a un punto donde la libertad de expresión ha dejado de ser un derecho universal para convertirse en un privilegio selectivo. No hace falta rascar mucho en la superficie para darse cuenta de la gigantesca hipocresía que rodea este concepto. Hoy en día, puedes decir prácticamente cualquier barbaridad que se te ocurra, siempre y cuando encaje con la narrativa «progre» que tanto gusta a la izquierda. Pero, ay de ti si se te ocurre cuestionar el dogma del multiculturalismo o expresar tu preocupación por la inmigración ilegal desbordada: en ese caso, eres ultraderecha, estás cometiendo un delito de odio y es casi seguro que acabarás en el banquillo de los acusados.
Vivimos en un país donde puedes decir que «la única iglesia que ilumina es la que arde» o «arderéis como en el 36», y todo el mundo lo acepta como parte de la libertad de expresión. Puedes calumniar y difamar a curas, llamándolos pederastas en bloque, o a policías, etiquetándolos de torturadores, sin que nadie te ponga un freno. Incluso puedes celebrar días del odio, como el «Ospa Eguna», destinado a humillar y despreciar a la Guardia Civil, y nadie te va a llamar la atención. Es más, serás vitoreado por aquellos que ven en tus palabras un acto de resistencia y valentía.
Y, por supuesto, puedes insultar a todo el mundo llamándole fascista, racista o nazi sin que ello tenga ninguna repercusión. Puedes inventarte que «la mayoría de atentados en Europa son de ultraderecha», aunque las cifras y la realidad digan lo contrario, y los medios lo reproducirán sin cuestionarlo. Puedes, incluso, subir a redes sociales la caricatura de la familia real o quemar la foto del rey y la bandera de España, y no pasa nada. Eso es libertad de expresión en su máxima expresión, dicen algunos.
Si te sientes particularmente valiente, puedes llevar una pegatina en tu coche que diga «Gora ETA», distribuir panfletos feministas radicales con mensajes tan repugnantes como «castra al varón» o «si es niño, aborta», o hacer chistes sobre Ortega Lara, celebrando su secuestro en un zulo como si fuera una hazaña digna de ser recordada con orgullo. Puedes burlarte de Carrero Blanco y su asesinato con un chiste fácil sobre salto de altura, homenajear a terroristas, vandalizar tumbas de víctimas y acosar a vecinos hasta que se vean obligados a abandonar el País Vasco. Todo esto es perfectamente tolerado, e incluso en algunos círculos, admirado.
Incluso en temas de salud pública, hemos visto la más descarada manipulación. Puedes negar una pandemia, luego decir que «como mucho habrá algún caso», y más tarde justificar tus errores alegando seguir recomendaciones de expertos que, años después, nadie ha encontrado. Y nada pasa. Sigues siendo un referente en ciertos medios de comunicación y círculos políticos. Puedes inventarte una agresión ultraderechista que jamás ocurrió, como cuando se dijo que a un joven le grabaron en el culo con una navaja la palabra «maricón», y el presidente del gobierno y sus ministros saldrán corriendo a dar ruedas de prensa para condenar un crimen que jamás existió.
Y la joya de la corona: puedes decir que «los niños tienen derecho a tener relaciones sexuales con quienes les dé la gana», una afirmación aberrante que debería ser motivo de alarma social, y sin embargo, sigue considerándose como una opinión válida dentro del amplio espectro de la «libertad de expresión».
Pero, claro, si te atreves a expresar tu preocupación por la inmigración ilegal descontrolada, o a señalar que los extranjeros cometen en proporción más delitos que los españoles, inmediatamente te conviertes en un paria social. No importa que los datos del propio Ministerio del Interior te den la razón, no importa que la realidad sea tan evidente que clame al cielo. En ese caso, la libertad de expresión se desvanece y se convierte en delito de odio. Y no, no se te permitirá tener tu opinión ni expresar tu verdad. Serás censurado, perseguido y señalado como ultraderechista, racista, xenófobo o lo que sea que decidan llamarte para acallar tu voz.
Tampoco puedes hablar de que la mujer del presidente, Begoña Gómez, está «investigada», lo que antes se llamaba imputada, por una lista interesante de posibles delitos. Ni se te ocurra mencionar al hermano de Pedro Sánchez, ese hombre que durante la pandemia salió más fuerte, acumulando un capital considerable sin que Hacienda, tan diligente en otros muchos casos, haya levantado una ceja. Un par de palacios, una vida de lujo, domicilio en Tailandia mientras supuestamente trabajaba de forma presencial en la diputación de Badajoz. Pero si hablas de todo esto, eres inmediatamente catalogado como facha, fascista o manipulador, acusado de lanzar un ataque cruel contra el «amado líder» Pedro Sánchez. Y, cómo no, ahí está la horda de ministros lista para salir a defender al líder con uñas y dientes. ¡Y bueno! Sin olvidar al equipo de narración sincronizada a sueldo del gobierno que inunda RTVE, Mediaset, Atresmedia y cualquier medio de este país. La primera línea inquisidora.
Ni se te ocurra hablar del exministro Ábalos, la mano derecha de Sánchez, ahora cercado por casos de corrupción relacionados con el escándalo Koldo. De eso, tampoco se puede hablar. Y mucho menos de las fiestas de lujo, putas y cocaína del Tito Berni, otro diputado socialista que, con sorprendente resiliencia, disfrutó de la vida a lo grande durante la pandemia, mientras el resto de los españoles estábamos confinados en nuestras casas.
No se puede hablar de inmigración ilegal, de menas, ni de la violencia y apuñalamientos que se han vuelto parte del paisaje diario en nuestras calles. Menos aún de la economía, donde el mercado laboral está dando claros signos de freno y las empresas de servicios han reducido su actividad. Pero ahí estarán las huestes del gobierno para decirte que todo va bien, sacando algún dato manipulado que les sirva para mantener su narrativa. Al fin y al cabo, ellos controlan la historia que se cuenta, y si no te gusta, te censuran. ¿Qué importa la verdad cuando tienen el poder de silenciarla?
Y no se puede hablar… ¡A ver! Si has llegado hasta aquí leyendo te habrá quedado claro de que se puede hablar.
Así que sí, parece que lo hemos entendido. En esta España de Pedro Sánchez y sus compinches, la libertad de expresión es un arma de doble filo, reservada únicamente para quienes cantan las loas del pensamiento único progre. Para el resto de nosotros, los que aún creemos en la verdad y en el derecho a expresar nuestras preocupaciones, solo nos queda el silencio impuesto por la tiranía de lo políticamente correcto. Pero no nos engañemos, tarde o temprano, esta burbuja de hipocresía estallará, y cuando lo haga, más de uno tendrá que rendir cuentas por haber vendido como libertad lo que en realidad era pura y llana censura selectiva.